lunes, 10 de enero de 2011

No es país para viejos (Cormac McCarthy)

Estando de cacería, Lewelyn Moss descubre en el macabro escenario de una reyerta entre traficantes de droga un maletín con dos millones de dólares; está solo, sin testigos, y decide quedarse con el dinero. De vuelta a la caravana donde vive, Moss podría haber dado fin a la historia y disfrutar de su “golpe de suerte” si no hubiese entrado en escena un nuevo personaje: la conciencia. En el lugar de la matanza abandonó a un moribundo que le pidió agua. Moss decide volver para llevarle el agua que no le dio. Este es el inicio de una persecución en la que el despiadado Anton Chigurh despliega su particular repertorio de sangre y muerte más allá de la recuperación del dinero como objetivo.
     Las reflexiones del sheriff Bell, narradas en primera persona, hilvanan el desarrollo de la historia. En ellas se debate entre la evolución de un entorno social que se aleja de su entendimiento y el miedo a la violencia y la maldad sin sentido. Veterano de la segunda guerra mundial, sufre también el acoso de su conciencia desde que fue inmerecidamente condecorado como héroe de guerra. Esta quemazón es la que le impulsa a trabajar como sheriff y, en este caso, tratar de encontrar a Moss y salvarle de sus perseguidores.
     Es Antes de abordar esta reseña me he entretenido en echar un ojo a algunos comentarios que en la web aparecen sobre el libro, que son bastante menos que sobre la película, y hay un poco de todo; los hay que ven en la novela una llamada de atención sobre la “decadencia moral de la sociedad americana”, otros centran el tema en “la eterna lucha entre el bien y el mal y la inclinación natural del hombre hacia el mal” y hay foros en los que el centro del debate es la desacertada y errónea sintaxis de MacCarthy cuando usa reiteradamente la conjunción “y” en una misma frase. Error de traducción dicen algunos, como si el polisíndeton no lo usara ya Fernando de Herrera en el siglo XVI.
     Aunque pueda sonar paradójico, encuentro que en No es país para viejos hay un halo de esperanza; una visión del hombre como individuo permeable a una sociedad hedonista que vulnera los valores tradicionales pero que no consigue despojarle de su bondad intrínseca, de su conciencia. Es difícil imaginar que cualquiera de nosotros que encuentre dos millones de dólares, en las circunstancias en que lo hace Lewelyn Moos, pueda dejar de pensar en apropiarse del dinero. Lo correcto éticamente sería llamar a la policía….
     Pero no es esta “falta”, que encaja en el comportamiento social actual, lo que preocupa a Moss. Le puede su conciencia. Aún sabiendo que arriesga los dos millones de dólares, y su vida, decide volver al lugar de la masacre y “dar de beber al sediento”. Este rasgo de misericordia es el origen real de la historia: el antagonismo entre la conciencia del hombre corriente y el perfil psicopático de Anton Chigurh, perfectamente caracterizado en su ausencia de empatía y en la detentación del poder sobre la vida ajena a “cara o cruz” de una moneda lanzada al aire.
     Chigurh , es el personaje que acapara el protagonismo de la novela. Es el mal puro, un psicópata asesino que se encuentra en su entorno perfecto y que falazmente justifica sus asesinatos para seguir sumando muertes. Siempre habrá psicópatas, como siempre existirá el mal. Así parece decirlo el autor cuando tras un brutal y fortuito accidente de tráfico Anton Chigurh consigue huir malherido y desparecer de las páginas del libro, con la certeza escrita entre líneas de que volverá para continuar ejerciendo su único oficio.
     No es país para viejos es un libro que se lee con ganas. Su ritmo, desigual y magistralmente compensado, te atrapa desde el principio.
     Tras “La Carretera” y “El guardián del Vergel” y "No es país para viejos", Cormac MacCarthy se confirma en mi biblioteca como un autor que no defrauda. A su habilidad como contador de historias se añade una excelente capacidad de rezumar entre líneas un ensayo esperanzador sobre la naturaleza humana. Al menos para los que queremos ser optimistas.

martes, 4 de enero de 2011

Próximas reseñas


 De vuelta a casa traigo algunos libros leídos y bosquejos de reseñas que vestiré de largo en estos días. Saludos a todos.....si aún estáis ahí.

jueves, 20 de mayo de 2010

El hombre en busca de sentido (Victor Frankl)


Victor Frankl (1905 – 1997) es el creador de la logoterapia, tercera escuela austriaca de psicología, basada en la voluntad de sentido: Gran parte de los trastornos psicológicos que presenta el hombre actual proceden de su incapacidad para encontrarle algún sentido a la vida. La formulación de las preguntas adecuadas y la reflexión de sus respuestas pueden conducir a la desaparición de muchas psicopatías. Es una alternativa que complementa y, en ocasiones sustituye, al psicoanálisis. Muchos de los casos que describe difícilmente podrían haberse solucionado con la terapia Freudiana.

     Este libro no estaba entre las lecturas previstas para este mes, figuraba en el rincón de libros pendientes, sin fecha de lectura. Lo saqué del estante durante uno de esos vistazos que se echan a la biblioteca; sabes lo que hay pero miras como si fueras a encontrar algo diferente, algo similar a cuando abres el frigorífico por enésima vez.
     Con sólo ojear sus páginas me atrajo hasta engullirme.
     No se trata de un tratado de psicología; si bien el autor reserva las páginas finales para realizar una semblanza de la logoterapia, el libro narra una historia: su experiencia como prisionero en varios campos de concentración en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial.
     Su historia, aparte de la indignación ante la barbarie, despierta admiración. Sobrecoge su capacidad para afrontar la adversidad en unas condiciones infrahumanas donde lo natural sería dejarse vencer por la desesperación. Victor Frankl describe su lucha por encontrar sentido a tanto sufrimiento y no abandonarse a la desgana, a la muerte segura. Cuenta el autor que aquellos que eran hombres de espíritu, personas cultivadas, soportaban mejor la situación que los menos instruidos “al ser capaces de abstraerse del terrible entorno y sumergirse en un mundo de riqueza interior y de libertad de espíritu.” Esa fortaleza de su espíritu es la que alimenta sus días y ganas de vivir. Victor Frankl defiende que nadie puede arrebatarnos nuestra libertad interior. Que ella determina nuestra capacidad de elegir una actitud personal ante el destino confiriendo a la existencia una intención y un sentido, hasta el punto de aceptar y soportar el sufrimiento como parte consustancial a la vida. Este rasgo ascético de asimilar el sufrimiento al sentido de la existencia queda bien reflejado en una frase que pide ser subrayada en cuanto se lee: “Una vida, cuyo último y único sentido consistiera en salvarse o no, es decir, cuyo sentido dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no merecería la pena ser vivida
     Es paradójico que de la perversa brutalidad del hombre sobre el hombre surja la certeza de que el sufrimiento soportado tenga algún sentido. El autor describe también cómo se enriquece su mundo interior al sublimar los sentimientos, metas y deseos que afianzan y estimulan su deseo de seguir vivo: la necesidad de transcender comunicando su saber, la de perpetuarse en un hijo, y, sobre todas las cosas, el amor profesado a su mujer, interlocutora imaginaria recluida en el mismo campo y a la que nunca volvió a ver.
     En contra de lo previsible, Victor Frankl no describe con detalle las atrocidades cometidas en los campos de concentración; enfoca su experiencia desde la perspectiva que sugiere el subtítulo del libro : “un psiquiatra en un campo de concentración”. No por ello lo que cuenta es menos terrible; con apenad una pincelada queda patente el horror que padecieron los millones de hombres que vivieron aquel infierno: “un compañero amigo se agitaba en sueños bajo el efecto de alguna horrible pesadilla (…) Decidí despertar al pobre hombre, pero en el último instante me detuve, retiré rápidamente mi mano austado por lo que iba a hacer. Comprendí con rapidez, de forma descarnada, que ningún sueño, por muy horrible que fuese, podría ser peor que nuestra actual realidad, una realidad a la que estuve a punto de cometer la crueldad de devolverlo.”

jueves, 8 de abril de 2010

Up in the air (Walter Kirn)

     Walter Kirn es un escritor nacido en 1963. Crítico literario, ensayista y novelista de éxito: además de la adaptación cinematográfica en 2009 de Up in the air (publicada en 2001) le han llevado al cine otra de sus novelas, Thumbsucker; esto, siendo norteamericano, le permite vivir en un hermoso rancho y dedicarse a escribir novelas, algún ensayo y colaborar en revistas.

     Up in the air, o En el aire, es la historia de Ray Bingham, uno de esos trajeados viajantes que pululan por los aeropuertos de ciudad en ciudad trabajando para una gran compañía de asesoramiento. Ray está especializado en ATL (asesoramiento de transición laboral), una eufemística referencia a la tarea de ejecutar despidos de personal directivo. Un trabajo que no le gusta y que sobrelleva creando su propio mundo virtual, “Mundo Aéreo”, donde todo es efímero y cambiante y el continuo ir de un lado a otro crea una sensación de actividad que ayuda a solapar un trabajo sin sentido; deposita todo su esfuerzo en la consecución de su meta, su éxito particular: alcanzar el millón de millas acumuladas en la tarjeta de fidelización de la compañía aérea con la que viaja.
     La novela es un esbozo irónico de las grandes empresas americanas de asesoramiento y de su entramado corporativo. Desmedidas y huecas, supeditadas a corrientes de pensamiento cambiantes y estrategias de marketing tan impersonales que parecen sacadas de la irracionalidad. Proyecciones de realidades virtuales que despojan al trabajador de un apoyo tangible que le conecte a su entorno personal y familiar.
     Es una lectura entretenida y ligera, aunque desconcierta en las páginas finales por lo ininteligible que se hace el texto; no sé si es demérito del autor o mérito de traductor. En cualquier caso es un libro que no hubiese comprado si no fuera porque algo me toca: lejos de la hiperbólica agenda de Ryan Bingham, también tengo que desplazarme mucho por mi trabajo, también pertenezco a una gran empresa multinacional, también me gusta elegir los hoteles que me gustan y también me conocen en Avis. Tengo además la tarjeta AVE oro, con ella acumulo puntos, muchos. La grata diferencia está en que los disfruto en mis vacaciones y fines de semana y que mi “Mundo Terrestre” me permite leer y hasta llevar este blog. Lo demás es sólo trabajo.

martes, 30 de marzo de 2010

El guardián del vergel (Cormac McCarthy)

     No se puede uno adentrar en las páginas de este libro buscando una historia sino el dejarse llevar a la deriva por la cadencia hipnótica de sus palabras. Es sólo y simplemente literatura. La que llega adentro, la que toca el alma. Cormac McCarthy posee ese don tan especial de transmitir con frases certeras y lacónicas. A veces con palabras inusuales, desconocidas al menos para mi, pero que, después de rebuscar sus significados en el diccionario, descubres que no podía haber utilizado otras, que esas y sólo esas eran la adecuadas. Nada sobra en sus frases y llenan tanto que obligan a la pausa. A tratar de engullir, en el afán de continuar leyendo, el bocado que suponen unas pocas líneas, compuestas con tal precisión que parecen esponjarse en el entendimiento.
     Montañas, nubes, colinas, madreselvas, la lluvia, el viento y un sinfín de detalles del paisaje sureño mecen nuestra imaginación una y otra vez. Una reiteración que está lejos de parecer cansina y monótona. Son fogonazos continuos de lucidez descriptiva que declinan el ánimo; sitúan al lector en un escenario donde se percibe cuanto ocurre con la misma claridad que el morador de cualquiera de las cabañas de madera alabeada del vergel. Es como enfocar un mismo paisaje desde distintos ángulos, desde diferentes alturas y a la vez con diferentes filtros y condiciones de luz. Todo se hace ver desde la riqueza de sus palabras que, aún referidas a un mismo paisaje, nunca se repiten.
     Es siempre un más allá en la descripción, es descamar las palabras, desprenderlas de lo superfluo hasta sacarle los tuétanos y captar con ellas un paisaje, un movimiento o una escena:
Cuando John Wesley, ya al final de la novela, visita la tumba de su madre, lejos de la habitual parrafada descriptiva de las lápidas y el cementerio, acompañado con alguna reflexión sobre la muerte, más o menos profunda, propia de muchos y muy buenos escritores y que cualquier lector daría por válida y certera, McCarthy saca el tampón y pone su sello:”Tarde. Los muertos amortajados en la corteza terrestre y girando al lento diurnal de la rueda de la tierra, en paz con eclipses, asteroides, novas polvorientas, sus huesos manchados de moho y el tuétano transmutando en frágil piedra, girando, los dedos entrelazados de raíces, siendo uno con Tutankamón y Agamenón, con la simiente y lo nonato.”
     En apenas seis líneas Cormac McCarthy plasma la esencia de la novela. Una magistral recreación del “no somos nadie” de velatorio que exhalan las viejas entre suspiros.
     Leer a McCarthy es dejar el pulso al antojo de sus palabras.

martes, 23 de marzo de 2010

Escribir es un tic (Fracesco Piccolo)

     Cuando leo un buen libro, no hay ocasión en la que no relea determinados pasajes una y otra vez. Me cautivan, me maravillo de la habilidad que ha tenido el autor para escoger las palabras adecuadas y colocarlas en el orden preciso; cómo surge una delicada armonía entre la expresión y el pensamiento, paisaje, o sensación que pretende transmitir. Pienso que quien así lo hizo está iluminado por las musas, que la genialidad es el único origen posible del arte en la escritura. De este goce estético e intelectual surge siempre un componente de admiración de la obra y del autor. Una admiración que, en mi caso, crece cuando pretendo escribir algo, un cuento, una reseña, lo que sea, y la tarea se complica; acaba uno encubriendo su incapacidad, escondiéndola detrás de las palabras, sin atisbar siquiera de lejos la armonía y lucidez expresiva que son corrientes en las páginas de esas obras admiradas. Es natural que esta impotencia avive la curiosidad por conocer las historias y particularidades del proceso de creación de los escritores. De ello trata este libro.
     Si nos dejamos llevar por una sana ingenuidad, los que nos maravillamos de la aparente facilidad con que los buenos escritores juntan palabras, crean personajes y construyen historias, tenemos en Escribir es un tic un aliviadero de frustraciones: el autor, apoyándose en las palabras de muchos escritores y en anécdotas o referencias de sus trabajos, desmitifica el proceso de creación de una obra literaria como resultado único de la inspiración. Detrás de cada obra hay mucho trabajo, una dedicación constante y un cierto orden, es decir, un método
     Este es el denominador común de todo escritor; a partir de aquí, cada uno perfila su procedimiento de trabajo y va adquiriendo costumbres o manías particulares, tics que contribuyen a asentar el método y sentirlo como propio e irrenunciable.
     La importancia del método, de la construcción de un proyecto basado en la constancia, el tesón y la dedicación diaria es origen de casi todas las maravillas literarias que a los legos nos parecen imposibles, extraordinarias y fruto de mentes privilegiadas. No es así (aunque siempre existirán los genios); una mente reflexiva, con el adecuado esfuerzo y dedicación puede crear buena literatura.
     Vale, el método es parte importante, pero no puede ser todo. Lo que no dice Francesco Piccolo es lo que arrecogiendobellotas me comentó en una ocasión: “hoy escribe cualquiera y bien, la técnica de la escritura está al alcance de todos. Pero no todos son capaces de construir una historia que conmueva, apasione o anime al lector a seguir hasta el final con entusiasmo.” Es cierto, hoy quizá sean la imaginación, la creatividad, la capacidad de seleccionar y enfocar temáticas, el marchamo del buen escritor, del gran observador..., y esto ya va en cada uno. ¿No?
De cualquier modo…¡a trabajar!

viernes, 19 de marzo de 2010

Firmin (Sam Savage)

Sam Savage, que en la foto del libro se parece a Peter O'Toole disfrazado de faquir, es americano, nacido en Wisconsin. Doctorado en Filosofía por Yale, publicó esta novela, la primera, ya mayorcito. Parece ser que el éxito le sobrevino bastante después de haberla publicado. Ahora ha aparecido otro libro suyo: “El lamento del perezoso” 
  Firmin es una rata que sabe leer y que devora libros compulsivamente, al principio de forma literal.
     Nace en el sótano de una librería y lo primero que lo caracteriza es  ser el más débil de la camada; ya en los primeros días lucha sin éxito por atrapar una de las doce tetas maternas, acaparadas por sus doce hermanos. Flo, su progenitora, coge tales cogorzas que tras los primeros sorbos sus hermanos quedan amodorrados, es entonces cuando Firmin puede mamar apenas unas gotas para poder sobrevivir. Apremiado por el hambre se ve empujado a alimentarse de los gurruños de papel que acolchan el nido, arrancados por su madre de uno de los libros almacenados en el sótano. Esta dieta provoca en Firmin lo que él mismo denomina “mi insólito desarrollo mental” y que le otorga la capacidad de leer.
     La novela me ha resultado entretenida, triste y hermosa. La narración en primera persona y el lenguaje llano e inocente, permiten un acercamiento a las reflexiones del protagonista perfilando la visión del mimso como alguien encantador. Hay que decir que las ilustraciones contribuyen bastante a que exista esa buena conexión emocional.
     Es sobre todo una historia original que ensalza el amor a los libros y el eterno misterio de la literatura. Firmin crece entre libros y con los libros, de ellos surge su mundo, sus sentimientos, su pensamiento y sus anhelos. Un crecimiento necesariamente empañado con un halo de tristeza que lo va minando poco a poco, encerrado en su cuerpo de rata: “Malo es el amor no correspondido; pero lo que verdaderamente puede hundirlo a uno es el amor no correspondible”, una realidad de la que pretende huir envuelto en sus fantasías pero de la que es plenamente consciente: “En el mundo real hay diferencias que no pueden superarse.”
     En la novela hay referencias continuas a grandes obras literarias Una de ellas es Finnegan Wake de James Joyce al que, en palabras de Firmin, el autor califica como “uno de los Grandes, quizá el más Grande de todos.”. Esta novela es denominada el “Gran Libro” en alusión directa al origen, al nacimiento a la vida mágica y literaria de Firmin, no en vano su papel fue también su primer alimento: “Yo nací, fui acogido y me amamantaron en el armazón deshojado de la obra maestra menos leída del mundo.” Por lo que he podido averiguar, Finnegan Wake relata los sueños del personaje protagonista en un lenguaje singularmente onírico y cuando al amanecer los sueños acaban, el despertar se interpreta como un retorno a la vida consciente, a realidad. No puede ser casual que Savage acabe la novela con Firmin, recostado en el confeti original del nido en que nació, leyendo un pasaje del final de la obra de Joyce, del “Gran Libro”, origen y fin de la maravillosa historia de una rata que, aún sin barbilla, despierta el afecto de cualquier lector sensible.

lunes, 15 de marzo de 2010

Retrato de un hombre inmaduro (Luis Landero)

     Un hombre ya cercano a la muerte cuenta a alguien, desde la cama de un hospital y a lo largo de toda una noche, la historia de su vida. Es la historia de una vida común que sólo abandona la normalidad al hilo de las divagaciones del protagonista, narrador de su propia historia. Una vida compuesta de retales desparejados, de trozos de vida medio vividos, de tristezas, de ilusiones, de amistad, de amor, de tertulias y sobre todo de fragmentos de otras vidas, origen de muchas de sus reflexiones de gustoso espectador: “a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás.”
     En más de una ocasión he escuchado en labios de Landero una cita de Ortega y Gasset: “la originalidad no está más allá, sino más acá”. Siguiendo este criterio, el autor propone como personajes a gente corriente, de barrio. Personajes cercanos, sometidos al devenir cotidiano de una vida encorsetada en una realidad que no suele coincidir con sus deseos. Y es este conflicto entre lo que soñamos y lo que somos, siempre presente en la obra de Landero, la fuente inagotable de situaciones, actitudes e interpretaciones que dan paso al humor, a la reflexión, a la tristeza y, en ocasiones, al absurdo: a la vida misma contada desde la afilada percepción de un gran observador.

     Creo que este libro podría haberse titulado, con igual acierto, “Retrato de un hombre corriente” ya que la madurez, como aceptación sin paliativos de la realidad, no existe. Todos nosotros, en mayor o menor medida, conservamos ese don infantil que nos invita a fantasear, a soñar y a enfrentarnos, con la única arma de nuestra imaginación, a una realidad que no nos gusta. Es incluso esta ensoñación la que nos permite, con la valentía del atrevimiento, intentar cambiar lo que tenemos por lo que queremos. Y es quizá la única válvula de escape que nos permite no sucumbir a la tristeza de la resignación. A este respecto, Landero presenta la madurez como imposición; el precio es la renuncia de los sueños, de esos sueños que, una vez alimentados con la vehemencia de la juventud, se tornan recurrentes como pesadillas. Así, con la historia de Florentino, uno de los muchos personajes peculiares que jalonan la vida del protagonista, Landero ilustra magistralmente esta rendición ante la realidad: “Como un director de escena, el destino le fue dando instrucciones, que él cumplió, si no con vocación, sí con decoro. (…) Y no sé, me pareció que había aprendido a no poner la realidad al alcance de la nostalgia.”

     Antes que Retrato de un hombre inmaduro leí hará cosa de un año otro libro de Landero: Hoy, Júpiter. Tengo un buen recuerdo de esta lectura y encuentro en ambos libros el mismo tono coloquial y el narrar fluido de un leguaje cuidado pero sencillo, sin artificios, que pareciera querer pasar desapercibido y que es mérito del autor. En un magnífico párrafo, Landero reivindica con ingenio esta sencillez en la escritura que, a buen seguro, no es fruto de la casualidad y que cualquier lector agradece como un privilegio:
Luego están los que pescan siempre en aguas profundas. Y esto, como todo, ocurre también con los autores de libros. Pescan nada, un pececillo de nada, pero eso sí, siempre en aguas abisales, porque no importa tanto la pesca como el arte de la inmersión. Y es que hay algunos que hablan o escriben tan veladamente y tan para sí mismos que parece que el mensaje va a cobro revertido: es decir, que los gastos corren por cuenta del lector o el oyente. Son gente que, antes de decir algo, ya lo están matizando. Y son gente que ama la verdad, créame, y la busca a su modo. A lo mejor es que la verdad rehúye por norma el hospedaje gratis que le ofrecen las palabras. (…) ¿Y qué decir de los eruditos de diccionario? Es decir, el que rebusca, el que expolia, el que roba la flor para lucirla en el ojal. El chulo de putas del diccionario. El que no hay frase en que no deje algunas palabras de propina.”

viernes, 12 de marzo de 2010

Miguel Delibes

"Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”
Miguel Delibes Valladolid. 17.Octubre.1920 - 12 Marzo 2010

Mi memoria de Delibes va desde el lejano recuerdo de La sombra del ciprés es alargada , entonces de lectura "obligada" en el instituto,  hasta la maravilla de El Hereje. Salteados entre ambos libros, la hoja roja, Las Ratas (mi preferida) y Los Santos Inocentes. Quedarán cumplidas reseñas en este blog de la relectura de estas obras y otras suyas que hay que leer. Me pesa el escaso conocimiento de un escritor de lujo para nuestras letras y que, de ningún modo, puede quedar relegado al plácido olvido de los clásicos. En su homnaje me impongo la dulce "penitencia" de la lectura de su inmenso legado....

viernes, 5 de marzo de 2010

Mendel el de los libros (Stefan Zweig)

Jackob Mendel, un inmigrante judío ruso, librero de viejo, desarrolla su obsesión bibliófila durante décadas en el vienés café Gluck, siempre ocupando la misma mesa como si de su despacho personal se tratara, arropado por la admiración de su distinguida clientela y por el afecto del propietario del establecimiento. Un día todo cambia para él. En plena primera guerra mundial, de cuya existencia el protagonista es del todo ajeno, es detenido por un absurdo incidente, fruto de su desapego a todo aquello que no sean los libros, apartándolo dramáticamente de su excéntrico mundo. Tras dos años internado en un campo de concentración vuelve a Viena, a sus libros y a su mesa del café Gluck; pero “Mendel ya no era Mendel, como el mundo no era ya el mundo”.
     Este relato, una miniatura de apenas 60 páginas, además de denunciar el deshumanizado manto de miseria moral y política que acompaña a cada guerra, alumbra los oscuros nichos de nuestra conciencia expandiendo un halo de culpabilidad colectiva. Y Zweig lo hace con la sutileza de un maestro, con la naturalidad de su prosa limpia, clara y directa; como en la descripción de la respuesta de la señora Sporchil, la encargada de los aseos, cuando es preguntada acerca del Sr. Mendel: “me preguntó si era un pariente –nadie se había interesado jamás por él, nadie había preguntado nunca por él- y si sabía lo que había ocurrido.” Si atroz y cruel es que el preciado tesoro de Mendel, su portentosa memoria, sea ajado por los golpes de la intolerancia, no es menos terrible que a la memoria de sus coetáneos le aqueje el olvido voluntario. Ilustrativas en este sentido son las últimas palabras del libro: “Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.”
     Repasando la biografía de Stefan Zweig para esta reseña, se reafirma en mí la idea de que este relato tiene algo de expiación: Stefan Zweig, Doctor en Lengua y Literaturas Románicas, se reconoce en la descripción del censor, el personaje que inicia el proceso que desemboca en la detención de Mendel:“empleado de la censura, un subalterno de servicio, profesor de instituto especializado en filología románica”. De igual modo, durante la guerra, el autor trabajó en la biblioteca del archivo militar realizando funciones que, como describe en sus memorias (“El mundo de ayer”), le llevaron a poner su rúbrica al pie de soflamas belicistas: “Tenía que prestar servicio en la biblioteca, (…) y también corregir estilísticamente muchos comunicados dirigidos al público. Desde luego no era una actividad gloriosa, lo reconozco de buen grado,(..)”. Quizá esta interpretación sea hilar muy fino pero, sea como fuere, un autor como Stefan Zweig, con una gran parte de su obra centrada en la libertad del individuo y en la lucha contra la injusticia, no precisa redención alguna.