martes, 30 de marzo de 2010

El guardián del vergel (Cormac McCarthy)

     No se puede uno adentrar en las páginas de este libro buscando una historia sino el dejarse llevar a la deriva por la cadencia hipnótica de sus palabras. Es sólo y simplemente literatura. La que llega adentro, la que toca el alma. Cormac McCarthy posee ese don tan especial de transmitir con frases certeras y lacónicas. A veces con palabras inusuales, desconocidas al menos para mi, pero que, después de rebuscar sus significados en el diccionario, descubres que no podía haber utilizado otras, que esas y sólo esas eran la adecuadas. Nada sobra en sus frases y llenan tanto que obligan a la pausa. A tratar de engullir, en el afán de continuar leyendo, el bocado que suponen unas pocas líneas, compuestas con tal precisión que parecen esponjarse en el entendimiento.
     Montañas, nubes, colinas, madreselvas, la lluvia, el viento y un sinfín de detalles del paisaje sureño mecen nuestra imaginación una y otra vez. Una reiteración que está lejos de parecer cansina y monótona. Son fogonazos continuos de lucidez descriptiva que declinan el ánimo; sitúan al lector en un escenario donde se percibe cuanto ocurre con la misma claridad que el morador de cualquiera de las cabañas de madera alabeada del vergel. Es como enfocar un mismo paisaje desde distintos ángulos, desde diferentes alturas y a la vez con diferentes filtros y condiciones de luz. Todo se hace ver desde la riqueza de sus palabras que, aún referidas a un mismo paisaje, nunca se repiten.
     Es siempre un más allá en la descripción, es descamar las palabras, desprenderlas de lo superfluo hasta sacarle los tuétanos y captar con ellas un paisaje, un movimiento o una escena:
Cuando John Wesley, ya al final de la novela, visita la tumba de su madre, lejos de la habitual parrafada descriptiva de las lápidas y el cementerio, acompañado con alguna reflexión sobre la muerte, más o menos profunda, propia de muchos y muy buenos escritores y que cualquier lector daría por válida y certera, McCarthy saca el tampón y pone su sello:”Tarde. Los muertos amortajados en la corteza terrestre y girando al lento diurnal de la rueda de la tierra, en paz con eclipses, asteroides, novas polvorientas, sus huesos manchados de moho y el tuétano transmutando en frágil piedra, girando, los dedos entrelazados de raíces, siendo uno con Tutankamón y Agamenón, con la simiente y lo nonato.”
     En apenas seis líneas Cormac McCarthy plasma la esencia de la novela. Una magistral recreación del “no somos nadie” de velatorio que exhalan las viejas entre suspiros.
     Leer a McCarthy es dejar el pulso al antojo de sus palabras.

martes, 23 de marzo de 2010

Escribir es un tic (Fracesco Piccolo)

     Cuando leo un buen libro, no hay ocasión en la que no relea determinados pasajes una y otra vez. Me cautivan, me maravillo de la habilidad que ha tenido el autor para escoger las palabras adecuadas y colocarlas en el orden preciso; cómo surge una delicada armonía entre la expresión y el pensamiento, paisaje, o sensación que pretende transmitir. Pienso que quien así lo hizo está iluminado por las musas, que la genialidad es el único origen posible del arte en la escritura. De este goce estético e intelectual surge siempre un componente de admiración de la obra y del autor. Una admiración que, en mi caso, crece cuando pretendo escribir algo, un cuento, una reseña, lo que sea, y la tarea se complica; acaba uno encubriendo su incapacidad, escondiéndola detrás de las palabras, sin atisbar siquiera de lejos la armonía y lucidez expresiva que son corrientes en las páginas de esas obras admiradas. Es natural que esta impotencia avive la curiosidad por conocer las historias y particularidades del proceso de creación de los escritores. De ello trata este libro.
     Si nos dejamos llevar por una sana ingenuidad, los que nos maravillamos de la aparente facilidad con que los buenos escritores juntan palabras, crean personajes y construyen historias, tenemos en Escribir es un tic un aliviadero de frustraciones: el autor, apoyándose en las palabras de muchos escritores y en anécdotas o referencias de sus trabajos, desmitifica el proceso de creación de una obra literaria como resultado único de la inspiración. Detrás de cada obra hay mucho trabajo, una dedicación constante y un cierto orden, es decir, un método
     Este es el denominador común de todo escritor; a partir de aquí, cada uno perfila su procedimiento de trabajo y va adquiriendo costumbres o manías particulares, tics que contribuyen a asentar el método y sentirlo como propio e irrenunciable.
     La importancia del método, de la construcción de un proyecto basado en la constancia, el tesón y la dedicación diaria es origen de casi todas las maravillas literarias que a los legos nos parecen imposibles, extraordinarias y fruto de mentes privilegiadas. No es así (aunque siempre existirán los genios); una mente reflexiva, con el adecuado esfuerzo y dedicación puede crear buena literatura.
     Vale, el método es parte importante, pero no puede ser todo. Lo que no dice Francesco Piccolo es lo que arrecogiendobellotas me comentó en una ocasión: “hoy escribe cualquiera y bien, la técnica de la escritura está al alcance de todos. Pero no todos son capaces de construir una historia que conmueva, apasione o anime al lector a seguir hasta el final con entusiasmo.” Es cierto, hoy quizá sean la imaginación, la creatividad, la capacidad de seleccionar y enfocar temáticas, el marchamo del buen escritor, del gran observador..., y esto ya va en cada uno. ¿No?
De cualquier modo…¡a trabajar!

viernes, 19 de marzo de 2010

Firmin (Sam Savage)

Sam Savage, que en la foto del libro se parece a Peter O'Toole disfrazado de faquir, es americano, nacido en Wisconsin. Doctorado en Filosofía por Yale, publicó esta novela, la primera, ya mayorcito. Parece ser que el éxito le sobrevino bastante después de haberla publicado. Ahora ha aparecido otro libro suyo: “El lamento del perezoso” 
  Firmin es una rata que sabe leer y que devora libros compulsivamente, al principio de forma literal.
     Nace en el sótano de una librería y lo primero que lo caracteriza es  ser el más débil de la camada; ya en los primeros días lucha sin éxito por atrapar una de las doce tetas maternas, acaparadas por sus doce hermanos. Flo, su progenitora, coge tales cogorzas que tras los primeros sorbos sus hermanos quedan amodorrados, es entonces cuando Firmin puede mamar apenas unas gotas para poder sobrevivir. Apremiado por el hambre se ve empujado a alimentarse de los gurruños de papel que acolchan el nido, arrancados por su madre de uno de los libros almacenados en el sótano. Esta dieta provoca en Firmin lo que él mismo denomina “mi insólito desarrollo mental” y que le otorga la capacidad de leer.
     La novela me ha resultado entretenida, triste y hermosa. La narración en primera persona y el lenguaje llano e inocente, permiten un acercamiento a las reflexiones del protagonista perfilando la visión del mimso como alguien encantador. Hay que decir que las ilustraciones contribuyen bastante a que exista esa buena conexión emocional.
     Es sobre todo una historia original que ensalza el amor a los libros y el eterno misterio de la literatura. Firmin crece entre libros y con los libros, de ellos surge su mundo, sus sentimientos, su pensamiento y sus anhelos. Un crecimiento necesariamente empañado con un halo de tristeza que lo va minando poco a poco, encerrado en su cuerpo de rata: “Malo es el amor no correspondido; pero lo que verdaderamente puede hundirlo a uno es el amor no correspondible”, una realidad de la que pretende huir envuelto en sus fantasías pero de la que es plenamente consciente: “En el mundo real hay diferencias que no pueden superarse.”
     En la novela hay referencias continuas a grandes obras literarias Una de ellas es Finnegan Wake de James Joyce al que, en palabras de Firmin, el autor califica como “uno de los Grandes, quizá el más Grande de todos.”. Esta novela es denominada el “Gran Libro” en alusión directa al origen, al nacimiento a la vida mágica y literaria de Firmin, no en vano su papel fue también su primer alimento: “Yo nací, fui acogido y me amamantaron en el armazón deshojado de la obra maestra menos leída del mundo.” Por lo que he podido averiguar, Finnegan Wake relata los sueños del personaje protagonista en un lenguaje singularmente onírico y cuando al amanecer los sueños acaban, el despertar se interpreta como un retorno a la vida consciente, a realidad. No puede ser casual que Savage acabe la novela con Firmin, recostado en el confeti original del nido en que nació, leyendo un pasaje del final de la obra de Joyce, del “Gran Libro”, origen y fin de la maravillosa historia de una rata que, aún sin barbilla, despierta el afecto de cualquier lector sensible.

lunes, 15 de marzo de 2010

Retrato de un hombre inmaduro (Luis Landero)

     Un hombre ya cercano a la muerte cuenta a alguien, desde la cama de un hospital y a lo largo de toda una noche, la historia de su vida. Es la historia de una vida común que sólo abandona la normalidad al hilo de las divagaciones del protagonista, narrador de su propia historia. Una vida compuesta de retales desparejados, de trozos de vida medio vividos, de tristezas, de ilusiones, de amistad, de amor, de tertulias y sobre todo de fragmentos de otras vidas, origen de muchas de sus reflexiones de gustoso espectador: “a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás.”
     En más de una ocasión he escuchado en labios de Landero una cita de Ortega y Gasset: “la originalidad no está más allá, sino más acá”. Siguiendo este criterio, el autor propone como personajes a gente corriente, de barrio. Personajes cercanos, sometidos al devenir cotidiano de una vida encorsetada en una realidad que no suele coincidir con sus deseos. Y es este conflicto entre lo que soñamos y lo que somos, siempre presente en la obra de Landero, la fuente inagotable de situaciones, actitudes e interpretaciones que dan paso al humor, a la reflexión, a la tristeza y, en ocasiones, al absurdo: a la vida misma contada desde la afilada percepción de un gran observador.

     Creo que este libro podría haberse titulado, con igual acierto, “Retrato de un hombre corriente” ya que la madurez, como aceptación sin paliativos de la realidad, no existe. Todos nosotros, en mayor o menor medida, conservamos ese don infantil que nos invita a fantasear, a soñar y a enfrentarnos, con la única arma de nuestra imaginación, a una realidad que no nos gusta. Es incluso esta ensoñación la que nos permite, con la valentía del atrevimiento, intentar cambiar lo que tenemos por lo que queremos. Y es quizá la única válvula de escape que nos permite no sucumbir a la tristeza de la resignación. A este respecto, Landero presenta la madurez como imposición; el precio es la renuncia de los sueños, de esos sueños que, una vez alimentados con la vehemencia de la juventud, se tornan recurrentes como pesadillas. Así, con la historia de Florentino, uno de los muchos personajes peculiares que jalonan la vida del protagonista, Landero ilustra magistralmente esta rendición ante la realidad: “Como un director de escena, el destino le fue dando instrucciones, que él cumplió, si no con vocación, sí con decoro. (…) Y no sé, me pareció que había aprendido a no poner la realidad al alcance de la nostalgia.”

     Antes que Retrato de un hombre inmaduro leí hará cosa de un año otro libro de Landero: Hoy, Júpiter. Tengo un buen recuerdo de esta lectura y encuentro en ambos libros el mismo tono coloquial y el narrar fluido de un leguaje cuidado pero sencillo, sin artificios, que pareciera querer pasar desapercibido y que es mérito del autor. En un magnífico párrafo, Landero reivindica con ingenio esta sencillez en la escritura que, a buen seguro, no es fruto de la casualidad y que cualquier lector agradece como un privilegio:
Luego están los que pescan siempre en aguas profundas. Y esto, como todo, ocurre también con los autores de libros. Pescan nada, un pececillo de nada, pero eso sí, siempre en aguas abisales, porque no importa tanto la pesca como el arte de la inmersión. Y es que hay algunos que hablan o escriben tan veladamente y tan para sí mismos que parece que el mensaje va a cobro revertido: es decir, que los gastos corren por cuenta del lector o el oyente. Son gente que, antes de decir algo, ya lo están matizando. Y son gente que ama la verdad, créame, y la busca a su modo. A lo mejor es que la verdad rehúye por norma el hospedaje gratis que le ofrecen las palabras. (…) ¿Y qué decir de los eruditos de diccionario? Es decir, el que rebusca, el que expolia, el que roba la flor para lucirla en el ojal. El chulo de putas del diccionario. El que no hay frase en que no deje algunas palabras de propina.”

viernes, 12 de marzo de 2010

Miguel Delibes

"Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”
Miguel Delibes Valladolid. 17.Octubre.1920 - 12 Marzo 2010

Mi memoria de Delibes va desde el lejano recuerdo de La sombra del ciprés es alargada , entonces de lectura "obligada" en el instituto,  hasta la maravilla de El Hereje. Salteados entre ambos libros, la hoja roja, Las Ratas (mi preferida) y Los Santos Inocentes. Quedarán cumplidas reseñas en este blog de la relectura de estas obras y otras suyas que hay que leer. Me pesa el escaso conocimiento de un escritor de lujo para nuestras letras y que, de ningún modo, puede quedar relegado al plácido olvido de los clásicos. En su homnaje me impongo la dulce "penitencia" de la lectura de su inmenso legado....

viernes, 5 de marzo de 2010

Mendel el de los libros (Stefan Zweig)

Jackob Mendel, un inmigrante judío ruso, librero de viejo, desarrolla su obsesión bibliófila durante décadas en el vienés café Gluck, siempre ocupando la misma mesa como si de su despacho personal se tratara, arropado por la admiración de su distinguida clientela y por el afecto del propietario del establecimiento. Un día todo cambia para él. En plena primera guerra mundial, de cuya existencia el protagonista es del todo ajeno, es detenido por un absurdo incidente, fruto de su desapego a todo aquello que no sean los libros, apartándolo dramáticamente de su excéntrico mundo. Tras dos años internado en un campo de concentración vuelve a Viena, a sus libros y a su mesa del café Gluck; pero “Mendel ya no era Mendel, como el mundo no era ya el mundo”.
     Este relato, una miniatura de apenas 60 páginas, además de denunciar el deshumanizado manto de miseria moral y política que acompaña a cada guerra, alumbra los oscuros nichos de nuestra conciencia expandiendo un halo de culpabilidad colectiva. Y Zweig lo hace con la sutileza de un maestro, con la naturalidad de su prosa limpia, clara y directa; como en la descripción de la respuesta de la señora Sporchil, la encargada de los aseos, cuando es preguntada acerca del Sr. Mendel: “me preguntó si era un pariente –nadie se había interesado jamás por él, nadie había preguntado nunca por él- y si sabía lo que había ocurrido.” Si atroz y cruel es que el preciado tesoro de Mendel, su portentosa memoria, sea ajado por los golpes de la intolerancia, no es menos terrible que a la memoria de sus coetáneos le aqueje el olvido voluntario. Ilustrativas en este sentido son las últimas palabras del libro: “Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.”
     Repasando la biografía de Stefan Zweig para esta reseña, se reafirma en mí la idea de que este relato tiene algo de expiación: Stefan Zweig, Doctor en Lengua y Literaturas Románicas, se reconoce en la descripción del censor, el personaje que inicia el proceso que desemboca en la detención de Mendel:“empleado de la censura, un subalterno de servicio, profesor de instituto especializado en filología románica”. De igual modo, durante la guerra, el autor trabajó en la biblioteca del archivo militar realizando funciones que, como describe en sus memorias (“El mundo de ayer”), le llevaron a poner su rúbrica al pie de soflamas belicistas: “Tenía que prestar servicio en la biblioteca, (…) y también corregir estilísticamente muchos comunicados dirigidos al público. Desde luego no era una actividad gloriosa, lo reconozco de buen grado,(..)”. Quizá esta interpretación sea hilar muy fino pero, sea como fuere, un autor como Stefan Zweig, con una gran parte de su obra centrada en la libertad del individuo y en la lucha contra la injusticia, no precisa redención alguna.

martes, 2 de marzo de 2010

Azul casi transparente (Ryu Murakami)

     Este no es el Murakami del que ahora se habla (el de Tokio blues). Simplemente, es otro autor japonés. Con este libro inició una exitosa carrera literaria que ha compaginado con la de director de cine.. La novela fue publicada en 1976 y ganó el prestigioso premio Akuragawa

     El autor propone un escenario donde los personajes, jóvenes desarraigados, llenan su tiempo de sexo, drogas y violencia. No hay un argumento definido. La narración es un tramo de sus vidas; sin inicio ni final concretos.
     Uno de los adolescentes que bordean el abismo, narra en primera persona, con total alejamiento emocional, cuanto sucede en la novela: las orgías que organiza para los soldados de la cercana base americana, las alucinaciones de sus cuelgues, la violencia gratuita, las extrañas relaciones interpersonales y sus incoherentes diálogos,….todo empañado de sudor, vómito, sangre y suciedad.
     Si el autor pretende crear en el lector la confusión y desorientación que sufren los personajes del relato, lo consigue. Uno termina perdiendo el hilo de la trama llegando a no saber de quién es el culo que sangra, quién es el que se ha perforado la vena con la jeringuilla o quién es el que vomita desnudo en la moqueta mientras algún otro pincha un disco de The Doors.
     El libro está bien escrito, aparte de la asepsia descriptiva me han gustado los diálogos, dosificados y ralentizados conforme a las situaciones que viven los personajes, es decir, conforme a la heroína va haciéndoles efecto.
     Leerlo se acerca a ver un Gran Hermano en plan “gore”: no llegas a entender muy bien el comportamiento de los personajes pero, ahí están, haciendo de su capa un sayo. Incluso podría presentarlo Mercedes Milá vestida de gótica.