martes, 23 de febrero de 2010

Ébano (Ryszard Kapúscinsky)

Ryszard Kapúscinsky, nacido en Polonia en 1932, escritor y periodista, trabajó como corresponsal extranjero de la agencia polaca PAP. De sus viajes por el mundo y los acontecimientos que presenció queda buena cuenta en su obra. Recibió el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2003 por «su preocupación por los sectores más desfavorecidos y por su independencia frente a presiones de todo signo, que han tratado de tergiversar su mensaje». Murió en Varsovia en 2007

     Kapuscinsky, testigo de excepción del proceso de descolonización iniciado en África tras la segunda guerra mundial, cuenta en estas crónicas su particular visión de África. Una realidad muy alejada de la occidental y que no resulta fácilmente entendible por la egocéntrica mentalidad europea. Su privilegiada atalaya de corresponsal extranjero y su afán por conocer de cerca el mundo, o los mundos, de África, adentrándose en las entrañas del continente, lejos de la protección de las europeizadas ciudades costeras, confieren credibilidad y autoridad a sus palabras. Sus escritos destilan la objetividad del viajero que no se limita a ser testigo de cuanto ve, siente y percibe, sino que se esfuerza en ilustrarnos el origen de cada situación y sus consecuencias: las más de las veces la infinita codicia del algún tirano y la miseria y muerte de la población.
     El autor describe con detalle la frustración en que termina el que fuera ilusionante proceso de independencia de los diferentes nuevos estados africanos. Un desengaño que propicia el interesado mantenimiento del modelo administrativo colonial, fuente de la endémica corrupción que aún hoy asola el continente.
     Inquieta la sobrecogedora imagen del caos y el hambre apoderándose de gran parte del continente; las sequías de finales de los 60 convierten las ciudades en recipientes de una población que busca sobrevivir y que deambula por sus calles sin nada que hacer y que Kapuscinsky describe magistralmente: “En Uganda las llaman bayaye. Las veréis enseguida, pues son las que forman esas muchedumbres en la calle tan diferentes de las europeas. En Europa, la gente que se ve en la calle, por lo general, camina hacia un destino determinado. La aglomeración tiene una dirección y un ritmo, ritmo a menudo caracterizado por la prisa. En una ciudad africana, sólo parte de la gente se comporta de manera similar. El resto no va a ningún lado: no tiene adónde ni para qué. Deambula, permanece sentada a la sombra, mira a su alrededor, dormita... No tiene nada que hacer. Nadie la espera. Por regla general pasa hambre. El más mínimo acontecimiento callejero -una riña, una pelea, un ladrón atrapado— inmediatamente reúne una multitud de esa gente. Y es porque está por todas partes; los mirones del mundo: sin hacer nada, esperando a Dios sabe qué y viviendo de no se sabe qué.(......) Se vive de alguna manera, se duerme de alguna manera, a veces hasta se come de alguna manera. Este carácter ilusorio y efímero de su existencia hace que un bayaye siempre se sienta amenazado, que nunca lo abandone el miedo. Ese miedo que se ve aumentado por el hecho de que a menudo es un inmigrante no querido, un llegado de otra cultura, lengua y religión. Un competidor extraño y superfluo por un cuenco que ya de por sí está vacío, por un trabajo que siempre falta.”

     Desfilan por las páginas del libro salvajes gobernantes, analfabetos, obtusos y asesinos, encumbrados por las potencias europeas. Señores de la guerra (warlords) que desestabilizan gobiernos, saquean a la población, roban la ayuda humanitaria y controlan sus territorios con ejércitos de niños. Odios tribales que enfrentan castas de una misma tribu provocando matanzas que aún hoy suenan en el eco de nuestra memoria: Ruanda, algo que vimos u oímos en algún telediario; la matanza entre tutsis y hutus. La enquistada esclavitud del negro sobre el negro que convierte Liberia en un miserable país donde el gobernante de turno se limita a emborracharse y jugar con sus ministros a las cartas hasta que otro militar, ávido de poder, de dinero, llegue y lo descuartice en su cama. El triste panorama de recursos minerales que, como ocurre en Sierra Leona, son monopolizados por mafias alimentadas y enriquecidas por los compradores europeos de diamantes.
     Luego de esta maraña de odio, muerte y avaricia, sobrecoge aún mas la descripción que el autor hace de lo que encontró en Debre Zeit, en Etiopía: “Lo que más impresiona y deja atónito a cualquiera son las monstruosas cantidades de ese armamento, su increíble amontonamiento, las pilas de cientos de miles de ametralladoras, obuses, piezas de artillería de montaña y helicópteros de combate. Todo esto, regalo de Brézhnev a Mengistu, fue llegando a Etiopía durante años desde la Unión Soviética. Sólo que en Etiopía no había gente capaz de utilizar ni tan siquiera el diez por ciento de tales armas. Con semejente número de tanques se podría conquistar África entera, con el fuego de todos estos cañones y katiuskas ¡se podría reducir el continente a cenizas!”
     Todo este batiburrillo, bien cocinado, no deja de aportarle a uno ese punto de mala leche que genera la visión del cúmulo de lindezas que el hombre se depara a si mismo.(Creo que por salud mental retrasaré la lectura de la trilogía de Primo Levi.)
     Pero África sigue ahí, mágica, inmensa, con sus miles de tribus y su peculiar concepción de la vida, en la que los antepasados y los espíritus tienen un papel esencial. Describe Kapuscinsky la vida del africano del interior como un cotidiano equilibrio de funámbulo. A un paso de la muerte: basta un año de sequía o que un rayo les arrebate la sombra con que la solitaria acacia los protege del sol de mediodía. Este difícil equilibrio, donde cada nuevo día es una victoria, merece una reflexión profunda para siquiera acercarse a entender algo que contrasta radicalmente con nuestra opulenta realidad europea de la abundancia.
     Me quedo con la imagen de ese continente mágico, por descubrir, donde el sol también es vida, el África de la jungla tropical, del desierto infinito, de las manadas de búfalos, de las montañas verdes, de la hospitalidad de sus gentes, del elefante que señorea en sus sabanas. El África que también nos muestra Kapuschinsky:
(…)Era un misterio que empezó a corroer a los portugueses. ¿Cómo morían los elefantes? ¿Dónde yacían sus restos? ¿Dónde estaban sus cementerios? Se trataba, nada menos, que de colmillos de elefante, del marfil, de las enormes cantidades de dinero que por él se pagaba.

El cómo morían los elefantes era un secreto que los africanos habían guardado frente a los blancos durante mucho tiempo. El elefante es un animal sagrado y también lo es su muerte. Y todo lo sagrado está protegido por el más impenetrable de los misterios. La admiración más grande siempre la había despertado el hecho de que el elefante no tenía enemigos en el mundo animal. Nadie era capaz de vencerlo. Sólo podía morir (tiempo ha) de muerte natural. Esta solía producirse al ponerse el sol, cuando los elefantes acudían a sus abrevaderos. Se detenían en la orilla de un lago o de un río, alargaban las trompas, las sumergían en el agua y bebían. Pero llegaba el momento en que un elefante viejo y cansado ya no podía levantar la trompa y para saciar la sed tenía que adentrarse en el lago cada vez más. Y también cada vez más, sus patas se hundían en el légamo. El lago lo succionaba, lo atraía a sus insondables profundidades. Él, durante un tiempo, se defendía agitándose, intentando liberar las patas de la tenaza del légamo para poder regresar a la orilla, pero su propia masa resultaba demasiado grande y la fuerza del fondo era tan paralizante que el animal, finalmente, perdía el equilibrio, se caía y desaparecía bajo las aguas para siempre."

lunes, 15 de febrero de 2010

La Carretera (Cormac McCarthy)

En la estación hay mucha gente, pienso que son figurantes; tanta actividad contrasta con la apagada ciudad que minutos antes atravesé en taxi. Con sueño y el frío de la nueva mañana en el cuerpo me acomodo en el AVE . Hoy con más ánimo del que puede esperarse de estos madrugones. Al poco de iniciar la marcha supero la tentación de echar una cabezada y abro mi nueva lectura por la primera página: The Road (La carretera), de Cormac McCarthy. “Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior…..”
Algo más de dos horas después y apenas unas decenas de páginas leídas, me pesa el ánimo. Mis pasos por el ajetreado andén de Atocha van más lentos de lo habitual, frenados por un pensamiento ausente de lo inmediato, inmerso en las imágenes y sensaciones transmitidas por el relato, en la “negrura de ataúd” que rubrica los grises días de miedo, frío, hambre y desesperanza. No sabía que el negro pudiera ser tan negro
.
No es mal acercamiento a un libro y a un autor. Una invitación convincente para adentrarse en su obra.

Únicamente aparece un personaje con nombre en la novela, que resulta ser falso. No hay referencias, ni temporales ni personales. Tampoco se refiere el origen de la devastación que asola la tierra (aunque todo lector fácilmente lo supone) y que tiñe de un omnipresente gris el paisaje, el futuro y un difícil presente donde el recuerdo se transforma en puro dolor. La única referencia válida es la maldad. Frente a ella, la obstinada lucha de un hombre por salvar a su hijo; un niño que no sólo representa su tesoro personal sino que alberga “el fuego” que redimirá al hombre, que le hará renacer de sus cenizas: la bondad del amor. Del fuego destructor al fuego salvador.
La Carretera es una historia labrada desde fuera hacia dentro con la habilidad de un maestro artesano. Cormac McCarthy no escribe, cincela escenas en nuestro entendimiento golpeando el buril con su estilo magistral. Golpes secos, telegráficos.
No es fácil hacer que el lector se descubra a sí mismo buscando una luz, una esperanza, una señal positiva a cada vuelta de página sin poder apartar el temor a encontrar lo contrario.
McCarthy, norteamericano, nacido en 1933, es uno de esos escritores esquivos que no conceden entrevistas; actitud que, curiosamente, suele acompañar a la genialidad. .Esta es su décima y última novela publicada y ha gozado de un amplio reconocimiento. Es además premio Pulitzer.

martes, 9 de febrero de 2010

Cabeza de Perro (Morten Ramsland)



A veces viene bien un libro fresco, una historia contada con desenfado y agilidad. Es el caso de Cabeza de Perro. Un nieto de Askild Erikson, el eje de la saga, nos cuenta la historia de su familia, que bien podría tener el apellido Simpson. Entre continuas idas y venidas en el tiempo, lo que se llama analepsis (palabro de aúpa), el autor nos va alumbrando a retazos las historias de cada personaje, hermanos, abuelos, primos, tíos y sobrinos que componen la peculiar familia. Todos tienen un rasgo común que los asocia a alguno de sus congéneres; y no se trata precisamente de cualidades sino de puntos en los que conectar los extraños comportamientos entre generaciones. El humor, con un toque entre negro y absurdo, adereza gran parte del texto y, junto a la facilidad expresiva del autor, manteniendo alta la vitalidad de la historia, hacen que la lectura sea fácil y agradable.
Pasan cosas, se cuentan historias graciosas, tristes y absurdas y al terminar la última página, una buena sensación se queda con nosotros un rato. El tiempo justo de buscar otro libro.
Morten Ramsland es un joven escritor danés que dio la campanada con este libro en 2005; es decir, recibió varios premios y vendió mucho. No tengo noticias de que haya publicado nada más desde entonces.

viernes, 5 de febrero de 2010

El viajero del siglo (Andrés Neuman)

Esta es la cuarta novela del argentino y español Andrés Neuman. Afincado en Granada desde los catorce años, donde estudió filología hispánica, ha desarrollado una nutrida actividad literaria que, además de la novela, incluye la poesía, el ensayo y colecciones de cuentos. Pese a que no anda mál de galardones literarios, no se prodiga en los mediáticos corrales del marketing. Cuestión que es de agradecer ya que su actitud legitima los devaluados premios literarios tanto como el inmenso respeto a la literatura que mana de su prosa.
Yendo de paso, el viajero Hans llega a Wandesburgo, una pequeña ciudad que ejerce en él una incomprensible atracción que le hace retrasar su partida. Descubriendo entre paseos la ciudad, con sus misteriosas calles que parecen mover su ubicación cada día, Hans traba amistad con un Organillero, personaje que será principal en la novela. Pero, quien hace que su estancia provisional en Wandesburgo se convierta en indefinida es Sophía Gottlieb.
En principio parece un argumento común del que no pudiera esperarse una lectura compulsiva que tantas veces se echa de menos. Sin embargo Neuman sorprende al proponernos unos personajes, Sophia y Hans, que pese a encontrarse en la Europa Postnapoleónica en pleno siglo XIX, piensan y sienten de un modo más cercano a nuestros días desligándose de la rígida mentalidad imperante.
Confieso que al consultar la solapa del libro y descubrir la insultante juventud del autor, rebajé mis expectativas. Me equivoqué. Es una novela escrita despacio que merece leerse despacio.
Sin desfallecer a mediados de la novela, como en tantos otros escritores jóvenes, y no tan jóvenes, un estilo cuidado y sugerente se mantiene a lo largo de todo el texto, Circunstancia que se entiende después de leer la última línea “Granada Junio de 2003 - Noviembre de 2008”. El placer del lector está garantizado. Abundan párrafos que parecen compuestos de versos sueltos, invitando a una lectura pausada de cada frase para disfurtar de la aparente facilidad con la que sugieren vívidas escenas a nuestra imaginación.
Un libro en el que la literatura es la protagonista.