Ryszard Kapúscinsky, nacido en Polonia en 1932, escritor y periodista, trabajó como corresponsal extranjero de la agencia polaca PAP. De sus viajes por el mundo y los acontecimientos que presenció queda buena cuenta en su obra. Recibió el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2003 por «su preocupación por los sectores más desfavorecidos y por su independencia frente a presiones de todo signo, que han tratado de tergiversar su mensaje». Murió en Varsovia en 2007
Kapuscinsky, testigo de excepción del proceso de descolonización iniciado en África tras la segunda guerra mundial, cuenta en estas crónicas su particular visión de África. Una realidad muy alejada de la occidental y que no resulta fácilmente entendible por la egocéntrica mentalidad europea. Su privilegiada atalaya de corresponsal extranjero y su afán por conocer de cerca el mundo, o los mundos, de África, adentrándose en las entrañas del continente, lejos de la protección de las europeizadas ciudades costeras, confieren credibilidad y autoridad a sus palabras. Sus escritos destilan la objetividad del viajero que no se limita a ser testigo de cuanto ve, siente y percibe, sino que se esfuerza en ilustrarnos el origen de cada situación y sus consecuencias: las más de las veces la infinita codicia del algún tirano y la miseria y muerte de la población.
El autor describe con detalle la frustración en que termina el que fuera ilusionante proceso de independencia de los diferentes nuevos estados africanos. Un desengaño que propicia el interesado mantenimiento del modelo administrativo colonial, fuente de la endémica corrupción que aún hoy asola el continente.
Inquieta la sobrecogedora imagen del caos y el hambre apoderándose de gran parte del continente; las sequías de finales de los 60 convierten las ciudades en recipientes de una población que busca sobrevivir y que deambula por sus calles sin nada que hacer y que Kapuscinsky describe magistralmente: “En Uganda las llaman bayaye. Las veréis enseguida, pues son las que forman esas muchedumbres en la calle tan diferentes de las europeas. En Europa, la gente que se ve en la calle, por lo general, camina hacia un destino determinado. La aglomeración tiene una dirección y un ritmo, ritmo a menudo caracterizado por la prisa. En una ciudad africana, sólo parte de la gente se comporta de manera similar. El resto no va a ningún lado: no tiene adónde ni para qué. Deambula, permanece sentada a la sombra, mira a su alrededor, dormita... No tiene nada que hacer. Nadie la espera. Por regla general pasa hambre. El más mínimo acontecimiento callejero -una riña, una pelea, un ladrón atrapado— inmediatamente reúne una multitud de esa gente. Y es porque está por todas partes; los mirones del mundo: sin hacer nada, esperando a Dios sabe qué y viviendo de no se sabe qué.(......) Se vive de alguna manera, se duerme de alguna manera, a veces hasta se come de alguna manera. Este carácter ilusorio y efímero de su existencia hace que un bayaye siempre se sienta amenazado, que nunca lo abandone el miedo. Ese miedo que se ve aumentado por el hecho de que a menudo es un inmigrante no querido, un llegado de otra cultura, lengua y religión. Un competidor extraño y superfluo por un cuenco que ya de por sí está vacío, por un trabajo que siempre falta.”
Desfilan por las páginas del libro salvajes gobernantes, analfabetos, obtusos y asesinos, encumbrados por las potencias europeas. Señores de la guerra (warlords) que desestabilizan gobiernos, saquean a la población, roban la ayuda humanitaria y controlan sus territorios con ejércitos de niños. Odios tribales que enfrentan castas de una misma tribu provocando matanzas que aún hoy suenan en el eco de nuestra memoria: Ruanda, algo que vimos u oímos en algún telediario; la matanza entre tutsis y hutus. La enquistada esclavitud del negro sobre el negro que convierte Liberia en un miserable país donde el gobernante de turno se limita a emborracharse y jugar con sus ministros a las cartas hasta que otro militar, ávido de poder, de dinero, llegue y lo descuartice en su cama. El triste panorama de recursos minerales que, como ocurre en Sierra Leona, son monopolizados por mafias alimentadas y enriquecidas por los compradores europeos de diamantes.
Luego de esta maraña de odio, muerte y avaricia, sobrecoge aún mas la descripción que el autor hace de lo que encontró en Debre Zeit, en Etiopía: “Lo que más impresiona y deja atónito a cualquiera son las monstruosas cantidades de ese armamento, su increíble amontonamiento, las pilas de cientos de miles de ametralladoras, obuses, piezas de artillería de montaña y helicópteros de combate. Todo esto, regalo de Brézhnev a Mengistu, fue llegando a Etiopía durante años desde la Unión Soviética. Sólo que en Etiopía no había gente capaz de utilizar ni tan siquiera el diez por ciento de tales armas. Con semejente número de tanques se podría conquistar África entera, con el fuego de todos estos cañones y katiuskas ¡se podría reducir el continente a cenizas!”
Todo este batiburrillo, bien cocinado, no deja de aportarle a uno ese punto de mala leche que genera la visión del cúmulo de lindezas que el hombre se depara a si mismo.(Creo que por salud mental retrasaré la lectura de la trilogía de Primo Levi.)
Pero África sigue ahí, mágica, inmensa, con sus miles de tribus y su peculiar concepción de la vida, en la que los antepasados y los espíritus tienen un papel esencial. Describe Kapuscinsky la vida del africano del interior como un cotidiano equilibrio de funámbulo. A un paso de la muerte: basta un año de sequía o que un rayo les arrebate la sombra con que la solitaria acacia los protege del sol de mediodía. Este difícil equilibrio, donde cada nuevo día es una victoria, merece una reflexión profunda para siquiera acercarse a entender algo que contrasta radicalmente con nuestra opulenta realidad europea de la abundancia.
Me quedo con la imagen de ese continente mágico, por descubrir, donde el sol también es vida, el África de la jungla tropical, del desierto infinito, de las manadas de búfalos, de las montañas verdes, de la hospitalidad de sus gentes, del elefante que señorea en sus sabanas. El África que también nos muestra Kapuschinsky:
(…)Era un misterio que empezó a corroer a los portugueses. ¿Cómo morían los elefantes? ¿Dónde yacían sus restos? ¿Dónde estaban sus cementerios? Se trataba, nada menos, que de colmillos de elefante, del marfil, de las enormes cantidades de dinero que por él se pagaba.
El cómo morían los elefantes era un secreto que los africanos habían guardado frente a los blancos durante mucho tiempo. El elefante es un animal sagrado y también lo es su muerte. Y todo lo sagrado está protegido por el más impenetrable de los misterios. La admiración más grande siempre la había despertado el hecho de que el elefante no tenía enemigos en el mundo animal. Nadie era capaz de vencerlo. Sólo podía morir (tiempo ha) de muerte natural. Esta solía producirse al ponerse el sol, cuando los elefantes acudían a sus abrevaderos. Se detenían en la orilla de un lago o de un río, alargaban las trompas, las sumergían en el agua y bebían. Pero llegaba el momento en que un elefante viejo y cansado ya no podía levantar la trompa y para saciar la sed tenía que adentrarse en el lago cada vez más. Y también cada vez más, sus patas se hundían en el légamo. El lago lo succionaba, lo atraía a sus insondables profundidades. Él, durante un tiempo, se defendía agitándose, intentando liberar las patas de la tenaza del légamo para poder regresar a la orilla, pero su propia masa resultaba demasiado grande y la fuerza del fondo era tan paralizante que el animal, finalmente, perdía el equilibrio, se caía y desaparecía bajo las aguas para siempre."